Horacio caminaba
por un sendero pedregoso y desigual. Dio un paso, luego otro, entre paso y paso
respiraba con dificultad, cansado del arduo caminar. De vez en cuando el camino
se jaspeaba con la luz que asomaba entre las ramas de los árboles. Dio otro
paso y luego otro más, hasta que sintió la necesidad de parar un momento a
descansar. Se encontraba sumido en una profunda reflexión, parado y encogido en
medio del camino, con un aire retraído y ensimismado que delataba la presencia
de un dilema difícil de resolver. Allí se encontraba el gran escritor,
extasiado, abstraído y cruzándole el rostro una cicatriz de suma concentración,
mezclada con un jadeo estruendoso y poco melodioso.
Era Horacio un gran escritor, todo romano disfrutaba leyendo o escuchando el recitar de sus sátiras. Cualquiera podía estar escuchando aquellas divertidas composiciones y encontrarse reflejado en una mordaz crítica, y sin embargo eso a los romanos les divertía, aceptaban el juicio del insigne escritor, se alegraban del insulto y el improperio, a todos ellos les agradaba profundamente Horacio. Pudo entonces introducirse en los más altos niveles de los círculos literarios romanos, conoció a Virgilio y a aquel otro poeta verdaderamente bueno, que se igualaba en relatos épicos con Homero, Lucio Vario Rufo se llamaba. Horacio disfrutaba con el panorama de su época y amaba verdaderamente el arte que trabajaba.
Era Horacio un gran escritor, todo romano disfrutaba leyendo o escuchando el recitar de sus sátiras. Cualquiera podía estar escuchando aquellas divertidas composiciones y encontrarse reflejado en una mordaz crítica, y sin embargo eso a los romanos les divertía, aceptaban el juicio del insigne escritor, se alegraban del insulto y el improperio, a todos ellos les agradaba profundamente Horacio. Pudo entonces introducirse en los más altos niveles de los círculos literarios romanos, conoció a Virgilio y a aquel otro poeta verdaderamente bueno, que se igualaba en relatos épicos con Homero, Lucio Vario Rufo se llamaba. Horacio disfrutaba con el panorama de su época y amaba verdaderamente el arte que trabajaba.
Sin embargo ahí estaba, acurrucado y exhausto
entre una nube de polvo. ¿Cuál era el motivo de su extenuante paseo y a qué se
debía su extrema concentración? Simplemente no sabía el qué escribir. Irónico,
cruel, pero cierto. Aquel famoso y formado escritor no encontraba su musa. Había
empezado ya su siguiente obra, tres libros repletos de liricas y apasionantes
odas con las que satisfacer a su dedicado público, había empezado los libros y
los había terminado, o al menos eso creía él.
Nada más terminar de escribir las odas fue a ver a su amigo Mecenas,
este las leyó apasionado y excitado por poder ser el primero en disfrutarlas,
pero cuando terminó de leerlas, faltaba algún elemento. Mecenas explicó a
Horacio que necesitaba añadir algo nuevo, algo diferente, algo que aportara
encanto y hechizo a su obra. Horacio entonces empezó a buscar aquello que su
mejor amigo le pedía, pero no lo encontraba.
Tras haber
recobrado el aliento Horacio se irguió y empezó a caminar de nuevo. Caminaba
con aquellos andares derrengados esperando que, en algún momento, apareciera la
musa que le susurraría al oído el elemento mágico que añadir a su obra. Pero
nada se manifestó. Horacio siguió caminando por el sendero de aquel pequeño
bosque que cubría parte del monte Palatino. Vislumbraba las villas romanas que se
desperdigaban por el Celio y veía la inmensidad de templos que se habían
levantado en honor a los dioses todopoderosos. Siguió caminando, un paso tras
otro, tras otro, hasta volver al estado de éxtasis y embobamiento previó a su
pequeña parada. Pero, en un momento dado, Horacio se detiene en seco, levanta
la vista del suelo cuando cree ver algo fuera de lo común por el rabillo del
ojo. Mira a un lado del camino, en silencio, esperando a que aquel elemento que
le había sacado de su meditación volviera a manifestarse. Entonces lo volvió a
ver, un destello, una pequeña y fugaz figura que saltaba entre los troncos de
aquella oscura y crepuscular selva. Se acercó un poco más, ahí estaba otra vez,
el destello. Decidió seguirlo. Horacio se adentró en la maleza. Resultaron ser
varias centellas doradas, luces o fuegos que bailaban y brincaban. Horacio los
acechó hasta el momento en el que los destellos se pudieron atisbar con
claridad, mostrando en realidad unas siluetas femeninas, pequeñas, juguetonas y
sonrientes. Aquel escritor con falta de musa se encontraba siguiendo a las
pequeñas y sonrientes niñas misteriosas con una fascinación extraordinaria.
Continuó persiguiéndolas hasta el momento en el que el sol, que parecía dar
vida a sus destellos dorados, fue relevado de su turno, pero las siluetas no
perdieron su luz. Tras cierto tiempo de persecución Horacio se detuvo, y
despojado de su estupefacción, descubrió que se encontraba perdido en medio del
bosque. Pero tras un instante volvió a ver a las figuras centelleantes. Cuando
se acercó vio algo que sólo se reserva a los ojos de privilegiados artistas o
las mentes de los más dementes, lo que veía parecía un banquete divino. En un
claro, rodeado de altos árboles, había una larga mesa repleta de comida, de
fuentes con manjares, de jarras con licores y de recipientes de deseada
ambrosía. A la mesa se sentaron las graciosas siluetas, acompañando a cinco
individuos que refulgían con haces de divinidad, tres varones y tres mujeres.
De los varones había uno bajo y grueso, con una gran copa de vino en la mano y
unas rosadas mejillas. El segundo era alto y fornido, pelo rizado y rubio,
serio y con mirada impenetrable, guapo, de su silla colgaban un arco y un
carcaj con flechas y con la mano sujetaba una lira. El tercero era escuálido
con rostro pícaro y ojos saltones, llevaba en la cabeza un pétaso con dos
pequeñas alas adosadas a los lados y se reía acompañando al regordete de la
copa de vino. De las dos mujeres una brillaba con singular belleza y la otra
portaba los mismos elementos que el hombre del pelo rizado. Había también
sentado a la mesa una figura extraña con patas de cabra, cuerpo de hombre y
cuernos de carnero. Fue Horacio a acercarse a la mesa. Cuando los comensales lo
vieron se callaron completamente, entonces cruzando una simple mirada con cada
una de las deidades, Horacio cayó al suelo, inconsciente.
Se despertó
a la mañana siguiente, tumbado sobre la hierba del claro, recordando todo lo
ocurrido la noche anterior y con un simple propósito, escribir. Su musa, con
benevolencia misericordiosa le había susurrado al oído las odas que debía de
escribir y añadir a sus libros: Baco, Apolo, Mercurio, Diana, Venus y Fauno.