lunes, 24 de abril de 2017

OCURRIÓ EN EL PALATINO

Horacio caminaba por un sendero pedregoso y desigual. Dio un paso, luego otro, entre paso y paso respiraba con dificultad, cansado del arduo caminar. De vez en cuando el camino se jaspeaba con la luz que asomaba entre las ramas de los árboles. Dio otro paso y luego otro más, hasta que sintió la necesidad de parar un momento a descansar. Se encontraba sumido en una profunda reflexión, parado y encogido en medio del camino, con un aire retraído y ensimismado que delataba la presencia de un dilema difícil de resolver. Allí se encontraba el gran escritor, extasiado, abstraído y cruzándole el rostro una cicatriz de suma concentración, mezclada con un jadeo estruendoso y poco melodioso.
Era Horacio un gran escritor, todo romano disfrutaba leyendo o escuchando el recitar de sus sátiras. Cualquiera podía estar escuchando aquellas divertidas composiciones y encontrarse reflejado en una mordaz crítica, y sin embargo eso a los romanos les divertía, aceptaban el juicio del insigne escritor, se alegraban del insulto y el improperio, a todos ellos les agradaba profundamente Horacio. Pudo entonces introducirse en los más altos niveles de los círculos literarios romanos, conoció a Virgilio y a aquel otro poeta verdaderamente bueno, que se igualaba en relatos épicos con Homero, Lucio Vario Rufo se llamaba. Horacio disfrutaba con el panorama de su época y amaba verdaderamente el arte que trabajaba.
 Sin embargo ahí estaba, acurrucado y exhausto entre una nube de polvo. ¿Cuál era el motivo de su extenuante paseo y a qué se debía su extrema concentración? Simplemente no sabía el qué escribir. Irónico, cruel, pero cierto. Aquel famoso y formado escritor no encontraba su musa. Había empezado ya su siguiente obra, tres libros repletos de liricas y apasionantes odas con las que satisfacer a su dedicado público, había empezado los libros y los había terminado, o al menos eso creía él.  Nada más terminar de escribir las odas fue a ver a su amigo Mecenas, este las leyó apasionado y excitado por poder ser el primero en disfrutarlas, pero cuando terminó de leerlas, faltaba algún elemento. Mecenas explicó a Horacio que necesitaba añadir algo nuevo, algo diferente, algo que aportara encanto y hechizo a su obra. Horacio entonces empezó a buscar aquello que su mejor amigo le pedía, pero no lo encontraba.
Tras haber recobrado el aliento Horacio se irguió y empezó a caminar de nuevo. Caminaba con aquellos andares derrengados esperando que, en algún momento, apareciera la musa que le susurraría al oído el elemento mágico que añadir a su obra. Pero nada se manifestó. Horacio siguió caminando por el sendero de aquel pequeño bosque que cubría parte del monte Palatino. Vislumbraba las villas romanas que se desperdigaban por el Celio y veía la inmensidad de templos que se habían levantado en honor a los dioses todopoderosos. Siguió caminando, un paso tras otro, tras otro, hasta volver al estado de éxtasis y embobamiento previó a su pequeña parada. Pero, en un momento dado, Horacio se detiene en seco, levanta la vista del suelo cuando cree ver algo fuera de lo común por el rabillo del ojo. Mira a un lado del camino, en silencio, esperando a que aquel elemento que le había sacado de su meditación volviera a manifestarse. Entonces lo volvió a ver, un destello, una pequeña y fugaz figura que saltaba entre los troncos de aquella oscura y crepuscular selva. Se acercó un poco más, ahí estaba otra vez, el destello. Decidió seguirlo. Horacio se adentró en la maleza. Resultaron ser varias centellas doradas, luces o fuegos que bailaban y brincaban. Horacio los acechó hasta el momento en el que los destellos se pudieron atisbar con claridad, mostrando en realidad unas siluetas femeninas, pequeñas, juguetonas y sonrientes. Aquel escritor con falta de musa se encontraba siguiendo a las pequeñas y sonrientes niñas misteriosas con una fascinación extraordinaria. Continuó persiguiéndolas hasta el momento en el que el sol, que parecía dar vida a sus destellos dorados, fue relevado de su turno, pero las siluetas no perdieron su luz. Tras cierto tiempo de persecución Horacio se detuvo, y despojado de su estupefacción, descubrió que se encontraba perdido en medio del bosque. Pero tras un instante volvió a ver a las figuras centelleantes. Cuando se acercó vio algo que sólo se reserva a los ojos de privilegiados artistas o las mentes de los más dementes, lo que veía parecía un banquete divino. En un claro, rodeado de altos árboles, había una larga mesa repleta de comida, de fuentes con manjares, de jarras con licores y de recipientes de deseada ambrosía. A la mesa se sentaron las graciosas siluetas, acompañando a cinco individuos que refulgían con haces de divinidad, tres varones y tres mujeres. De los varones había uno bajo y grueso, con una gran copa de vino en la mano y unas rosadas mejillas. El segundo era alto y fornido, pelo rizado y rubio, serio y con mirada impenetrable, guapo, de su silla colgaban un arco y un carcaj con flechas y con la mano sujetaba una lira. El tercero era escuálido con rostro pícaro y ojos saltones, llevaba en la cabeza un pétaso con dos pequeñas alas adosadas a los lados y se reía acompañando al regordete de la copa de vino. De las dos mujeres una brillaba con singular belleza y la otra portaba los mismos elementos que el hombre del pelo rizado. Había también sentado a la mesa una figura extraña con patas de cabra, cuerpo de hombre y cuernos de carnero. Fue Horacio a acercarse a la mesa. Cuando los comensales lo vieron se callaron completamente, entonces cruzando una simple mirada con cada una de las deidades, Horacio cayó al suelo, inconsciente.

Se despertó a la mañana siguiente, tumbado sobre la hierba del claro, recordando todo lo ocurrido la noche anterior y con un simple propósito, escribir. Su musa, con benevolencia misericordiosa le había susurrado al oído las odas que debía de escribir y añadir a sus libros: Baco, Apolo, Mercurio, Diana, Venus y Fauno.